Mientras la eurodiputada Molly Scott no pudo reprimir las lágrimas, el eufórico petirrojo de acero Nigel Farage se despidió de Bruselas con una peineta verbal paradójica y fulminante, en la tradición de un pueblo que quizá como ningún otro ha dejado paradojas para la historia, de Wilde a Chesterton: <<Amamos a Europa, lo que odiamos es la Unión Europea>>. Así que la desconexión que desean los ultras del abandono es solo administrativa, no cultural. O eso quieren, quizá como una gasa con que suavizar la peineta, hacer creer. Reducir el análisis del abandono a una cuestión de aranceles y renta per cápita lo deja cojo; el sentimiento de euroescepticismo —eufemismo para <<odio>>— es un motor que desde el comienzo de la movida no ha dejado de alimentar el exit, y que al final lo ha llevado al éxito.
Politólogos e historiadores han aislado desde siempre el factor sentimental como un agente nutritivo de las ideologías nacionalistas —lo cual (ideología del sentimiento, sentimentalismo ideológico) puede parecer otra paradoja—, y el tiempo no ha hecho sino fortalecer esa convicción y expandirla, desbordando hoy la parcela de los partidos nacionalistas para inundar a los del resto del espectro, en Reino Unido y en cualquier parte. ¿Qué hace Trump si no política del sentimiento? ¿Qué Pablo Iglesias? ¿Qué Santiago Abascal? No hay que ceñirse a un supuesto hecho diferencial para identificar este modo de ofrecerse, personalizarlo en un Torra o un Farage, es el miasma mismo del discurso político, y un fracaso democrático en pleno; para el ciudadano, porque lo faculta para dejar de mirar con ojo crítico; para el político, porque le sella los oídos al diálogo, por mucho que la palabra no se les caiga de la boca. Resulta muy difícil abrirse a las razones del de enfrente cuando consideras cada una de ellas una puñalada en lo más íntimo de tu ser, y en el de otros tantos pares como tú. Pero es mucho más cómodo y efectivo traficar con sentimientos.
(El Norte de Castilla, 6/2/2020)
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