La dimensión del político, como la del artista, no se puede percibir hasta, al menos, una década después de su retirada, y aun entonces sigue sometida a fluctuaciones. Con la diferencia esencial de que tales fluctuaciones suelen ser más benévolas con el político; al fin y al cabo el político es por definición un hombre anclado en el tiempo en que le ha tocado vivir, obligado a responder a las demandas de la actualidad con urgencia, a improvisar ante los accidentes, y las leyes que firma serán corregidas o anuladas por alguno de los que vengan después. Así, al evaluar su legado se le concede un colchón de comprensión, aun cuando en el momento en que tomase la decisión fuese criticado con quizá deleite. El artista en cambio vive en su propio tiempo, que es inevitablemente tiempo común pero ante todo tiempo íntimo, con sus ritmos y temas propios, y el abono de su labor son obsesiones que nadie más tiene por qué compartir o comprender; cuando concluye su obra, ahí queda, un objeto a la intemperie de ojos u oídos, un producto como una diana que lo único que puede hacer es resistir, estarse. Las modas zarandean la obra de arte, pero al cabo la verdadera permanece.
Lo más destacable de Obama es la suerte de voluntad de artista que ha guiado muchas de sus decisiones. Obama, sin poder —y sin querer— separarse del pulso de la actualidad, no ha dejado nunca de tener presente el futuro en las decisiones que ha tomado, de tener una visión al horizonte, como el artista la tiene, en cierto grado, de la obra que le gustaría llevar a cabo. El sistema de salud universal, la mano tendida a Cuba, la lucha contra la Segunda Enmienda: son empeños que pretenden trascender la caducidad, quedar de alguna manera, y que lo apartan de la inmensa mayoría de integrantes de la casta política, preocupados solo por obtener el mayor y más inmediato rédito y así perpetuarse en el cargo mientras les dejen. Es la diferencia básica entre el estadista y el populista.
(El Norte de Castilla, 13/1/2017)